El Mejor Guerrero de Troya

narrado por Héctor Luis Hernández Vicente

ἱπποδάμοιο

En la bien amurallada ciudad de Ilión, donde se resguardan los teucros en los voluminosos antemurales. Ardá a la cual los aqueos, danaos y argivos todos osan llegar a través del ancho ponto, para desagraviar el pernicioso ultraje cometido hacia Menelao por el príncipe París de Troya al injuriar el matrimonio de Helena, divina entre las mujeres, originaria de la brava Esparta. Donde reside Héctor Priamida. 

Sentóse con gran prócer en su argentea silla, Héctor, el guerrero con más bravura de Troya, hijo de Priamo (Que joven luchó contra las terriblísimas Amazonas y prontamente gobernó a La dueña de Asia). Profirió entonces con la faz blasona: –“Yo, el más valiente, eximio, y talentoso de los teucros todos, pues el magnánimo nombre que se me habíaseme otorgado equivale a “poseedor”. Soy y seré aquel que protege la bien amurallada ciudad de Ilión, y que a cada impedimento soy yo el que os tenga que exhortar de defenderos”. 

Escuchóle desde el divino Olimpo Palas Minerva, hija del gran Saturnio que lleva la égida. Atestiguó con aciaga el discurso de Héctor y bajó con la divina armadura de Jove Saturnio desde el Olimpo y arengó al mejor guerrero de Troya: –“Qué osadía la vuestra de proferir tales insolencias, si no habéis realizado nunca ningún portento por vuestra ciudad”-dijo.

Héctor cayóse sobre sus argentas grebas ante la magnánima divinidad . –“¿Por qué me injurias con tales palabras, tú que llevas hermosa armadura? ¿Acaso no denotan mi argentea espada y mi lustre armadura mi prócer en el arte de la guerra?” -dijo. Palas Minerva con la torva faz increpó: «Vuestras armas solo demuestran vuestra impericia en el arte de la guerra que, en vez de brillar, es fragosa». Solo causáis terrible oprobio a la bien amurallada Ilión. Que su mejor guerrero, aquel que mejor blande la broncínea lanza necesite de bien construidos antemurales. Héctor, tú no defendéis a vuestro pueblo, pues son las murallas las que defienden arduamente la ciudad tuya.” –Díjole Minerva.

Después de arengar ingentes zahieras, Palas Minerva voló transfigurada en un búho de grandes alas hacia el montañoso Olimpo. Las injurias proferidas por Minerva, la de bellos ojos, cayéronle a Héctor cual León, que con bravura, ataca a su presa a matar, mas no a comerla y luego deja tumultos de restos, así se encontraba el espíritu de Héctor. Sentíase con impericia en todo aquello en lo que creía ser  bueno. Soltó su lustre espada que cayó estrepitosamente al suelo. De hinojos, díjose a sí mismo: “Me han ultrajado de palabra y me han infundido gran melancolía, todo mi valor e identidad ha sido menoscabada. Me habéis denostado, Palas Minerva, que llevas hermosa armadura, que tantas veces he adornado vuestro gracioso templo y cuantas pingües que con mi voz he hacinado y después inmolado sus sacras cargas para que esté bajo tu sempiterna sabiduría, ¿Y me pagáis con este voto? Pero por vuestra sabiduría con la que habéis nacido desde la cabeza del altitonante Júpiter que se place en acumular nubes; no he de ser pérfido, pues no soy poseedor de jovial linaje. Tal vez mi mohíno hado es no ser poseedor y ejecutor de grandes hazañas como los conspicuos héroes de Grecia, que los dioses han bendecido con su voto. Sin embargo, yo, de fementido valor, no soy poseedor, no soy Héctor, el poseedor.” 

Mientras Héctor se zahería a sí mismo, Febo Apolo escuchaba desde el Olimpo. El Dios que carga el arco de plata y las funestas saetas, que apreciaba mucho a los teucros, pero sobre todo protegía más a Héctor, pues su divino templo siempre estaba bien hacinado de inmolaciones y el pueblo de Troya siempre un Peán le cantaba. Bajóse del Olimpo y cuando se encontró frente a Héctor, díjole estas aladas palabras: “Héctor Priamida, de tremolante casco, caro a Febo Apolo, no digáis tales injurias hacia vuestra magnánima imagen, pues vuestro vaticinio afluye hacia hazañas dignas que, blasonamente, llevarán a vuestro nombre como el más insigne de todos. Como Perseo que con la égida hizo que a la ineluctable Medusa le envolviera la noche y la muerte llegara para ella prontamente y que ahora es recordado por dicha faena, de esa manera, tu recuerdo descansará altitonante en las arcaicas propiedades de Caelo, que ahora gobierna Júpiter, y se place en acumular las nubes.”-Dijo.

Héctor, con la faz exánime, miró la áurea armadura de Febo Apolo, y dijo estas palabras: “Oh, Apolo, ¡Oh Esminteo! Tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente, que de jovial linaje eres poseedor, carísimo a Júpiter altitonante. Con tan solo ver vuestra lustre armadura guarnecida con oro, pudiese pronunciar blasonas palabras sobre ti. Mas, apenas puedo columbrar el brillo de mi armadura, y los grandísimos antemurales que protegen a Ilión de caerse; no seré capaz de proteger al pueblo que clamo mío. Pues mi impericia y mi postura remisa, harán caer a todos los teucros al nefando Tartaro” -dijo.

Apolo, entonces vituperó estas palabras: “Estáis dejando que las borrascosas palabras de Palas Minerva lastimen vuestra moral, y recae en ti ese peso como roca que se hunde en el abismal ponto, para nunca ser avistada por nadie jamás” -díjole. Héctor, respondióle: “Febo Apolo, el voto que me otorgáis ahora y vuestras aladas palabras caen en mi alma como el sol al pasto. Pero la que arengó mortales palabras hacia mi, es la hija de Júpiter que junta los nubarrones, la diosa de la sabiduría. Ni el mortal más eximio podría retribuir a las palabras de Minerva. Yo, un mortal, menesteroso de jovial linaje, no puedo responder a tales injurias. Las heridas son tan fáciles de provocar como tirar una roca al ponto, mas nunca sabes cuán profunda caerá la roca, ni cuán profusa será la cicatriz.” -Dijo.

Febo Apolo, escuchóle a Héctor y díjole estas aladas palabras: “Es la diosa de la sabiduría, pero no teneis su voto, sus palabras debéis oír, mas no escuchar. Ea, yergue vuestra alma. Redescubre vuestras virtudes y encontraros. No dejéis que las funestas palabras de Minerva vuelvan tu alma el pasto de las voraces llamas”.

Dichas fueron las palabras y entonces Febo Apolo tornóse al Olimpo. Héctor, el de incierta persona, púsose a platicar con él mismo, sabiendo que debía atisbar hacia su propio ser, como un águila que en el árbol, próvidamente sigue su presa con el longividente mirar para buscar, como con denuedo, atajar a su presa. Así debiese buscar Héctor que atacar, mas no con una lanza. Dióse cuenta entonces que, primeramente, debía ser eximio y preclaro, tanto como Príamo -el magnánimo rey de Ilión, la bien amurallada ciudad- que era su padre.

Fuese entonces presuroso al palacio del rey Príamo, haciendo gala de sus pies ligeros. Como el corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando se ve atado en el establo, come la cebada del pesebre y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue orgulloso la cerviz, ondean las crines sobre su cuello, y ufano de su lozanía mueve ligero las rodillas encaminándose al sitio donde los caballos pacen; de aquel modo, Héctor, hijo de Priamo, era llevado por sus ágiles pies.

Arribóse al magnánimo palacio del rey Príamo, y este recatadamente le dijo: “Oh hijo mío, de mi prosapia, el favorito de todos, Héctor Priámida. ¿Qué acongoja vuestra alma? Pues ni iracundo ni en agravio te muestras con la faz.” -díjole Príamo. Entonces Héctor respondióle: “Oh padre, he sido víctima de oprobio, por la de hermosos ojos, Palas Minerva. He acudido al más preclaro de los nacidos en Ilion todos, que igualas en prudencia a Júpiter, que reina en el Ida. Necesito saber de vuestra ingente sabiduría con la cual reinas a Ilión, de grandes murallas.” -Díjole Héctor. Priamo, con el longividente mirar, transmitió piedad con sus ojos ante el más grande de sus hijos. Díjole entonces estas versadas palabras: “Estáis como el voraginoso ponto cuando se encuentra en una impetuosa tormenta que Jove Saturnio provocase, creando así una borrasca. Las tumultuosas olas chocan entre sí, y los nubarrones que opacan la bóveda celeste dominan altisonantes en el cielo. De esa manera vuestra alma se halla. No te dais cuenta de que eres de mis hijos el preferido, eres un hombre avezado, tan capaz como Prometeo que trajo el fuego a los mortales y después condenado por el Saturnio a que un águila de amplias alas le comiera el hígado, pero jamás encontróse Prometeo arrepentido. Así noble, y porfiado eres. Mas, dejáis que las palabras lascivas de Minerva te ultrajen.” Dijo, con ínclitas palabras.

Héctor, respondióle: “Dices que soy el más preclaro de vuestros hijos y que soy capaz de hazañas tan magníficas como las efectuadas por aquellos que viven en el Olimpo y que de sangre llevan Icor. Mas, no soy digno de sentarme en una mesa junto con los gerenios Dioses, que en sus olímpicos palacios me reciban y que en una libación beba de la Ambrosía, manjar solo perteneciente a los inmortales” -dijo. Príamo, entonces, soltóle estas palabras cargadas de sabiduría: “Yo, el rey Príamo, que luché valientemente contra las terriblísimas Amazonas y vencí, luego fundé a la bien amurallada Ilion. No soy descendiente de jovial linaje, mas, acudiste a mí porque soy ilustre. No necesitáis sangrar Icor para volverte el mejor de los teucros de rozagantes peplos, ni para enfrentaros a enemigos que llevan encima algún voto divino. Que sea yo tu prueba de que puedes equiparar a los dioses, tanto en batalla como en sabiduría. Ea, deja que tu alma afluya suavemente y en silencio, mas no ignoréis este mismo, escuchadlo y dejaros envolver por él entre sus vaivenes; allí encontrarás vuestra sabiduría, os volveréis el más preclaro de los teucros todos.” -Dijo.

Héctor, hijo del ilustre Príamo, habíase dado cuenta de que el acudió a su padre no porque fuese un inmortal o abolengo de algún propicio Dios. Príamo era mortal, cualquier teucro o aqueo podría herirle con una broncínea lanza y si no fuera por el voto divino de algún Dios, él moriría. Pero eso no le prohibía ser tan preclaro como los peritos Dioses, que de manera ufana blasonan sobre sus portentosas habilidades. Príamo que en prudencia era equiparable a Jove Saturnio que acumula los nubarrones y en sabiduría semejante a Palas Minerva, la de hermosos ojos, habíale demostrado a Héctor que no necesitaba ser un Dios o ser nacido producto de un himeneo donde fuera participe una deidad, volviendole de linaje divino. Díjole entonces Héctor estas aladas palabras: “Oh, padre mío, el grandisimo Priamo que reina tan altitonante cual Júpiter fulminador; la bóveda celeste, Neptuno que sacude la tierra; el vasto ponto, y como Plutón que miles de almas de valerosos héroes guarda; las puertas del nefando Orco. Con vuestra arenga habéis infundido en demasía gran espíritu en mí. Agradezco que hayas vituperado tales consejos, pues habéis apaciguado a mi espíritu que encontrábase cual tumultuoso mar atrapado en funesta borrasca. Iré entonces a pavimentar las calles que he de seguir para construir mi ser.” -Díjole y Héctor salió presuroso del gracioso palacio de su padre. Héctor iba ahora ufano de su lozanía, cual un solípedo corcel que suelto de las ebúrneas riendas, cabalga libre en los ríos de la planicie reverdecida por Ceres.

Febo Apolo que veía desde el montañoso Olimpo, bajóse con sus áureas grebas y su argénteo arco. Vio a Héctor que iba con la faz dichosa y paróse enfrente de él y dijo: “¡Oh, insigne Héctor! Habéis avanzado en vuestra faena de encontraros a vos mismo, cual río cristalino que afluye con intrepidez hacia el ponto, ea, que el mar sea grandeza y no perdición. Ahora que posees sabios consejos encontrad vuestras virtudes.” Héctor con boyante portento vio a Febo Apolo y su arenga infundió gran ánimo en su espíritu y díjole entonces: “Febo Apolo, benevolente, carísimo dios de los teucros todos, que en demasía mi corazón alegras. Vuestro voto divino es como el sol, cuando alborea, disipando la negra noche y las sombras de todo rincón. Mas, encaminado iba yo sin dirección, esperando lo que mi incierto hado decidido por las parcas me preparaba.” -Díjole. Entonces Febo Apolo hábil en dar sabios consejos vituperó estas palabras: “Héctor, domador de caballos, de tremolante casco, he de deciros que vuestro hado depara horrísonas batallas, mas, has de saber que la gran mayoría de las batallas no son con un enemigo ajeno, son contigo mismo, y esas batallas no se pelean con guarnecidas espadas bien lustradas, ni con escudos recubiertos de boyuno cuero, sino con el espíritu. Pero pelead todas vuestras batallas con tal pericia que luego los teucros de rozagantes peplos digan: Aquel es Héctor, de gran corazón, equivalente al voluble Marte e insigne como Palas Minerva”  -Dijo, y una vez dichas estas palabras, el deiforme Apolo subióse al montañoso Olimpo donde reside su gracioso palacio.

Héctor, aunque con el futuro incierto, iba con el voto del esminteo Dios, cuando Ideo de ligeros pies de manera presurosa vino corriendo como un majestuoso e indómito caballo que, despojado de las riendas, por más ingente y ufano que fuese, huye de algo que le infunde terrible miedo en el espíritu y le hace huir. Así llegó Ideo a Héctor y díjole terrible noticia: “Oh, valeroso Héctor de tremolante casco y perito domador de caballos, los aqueos de hermosas grebas encontraron la bien amurallada Ilion después de navegar por el ancho ponto por 10 luengos años y su horrísona arribada a la orilla del estruendoso mar nos depara un terriblísimo vaticinio del cual, solo tú, magnánimo Héctor, nos puedes salvar.”-Dijo.

Al escuchar tan nefanda y funesta noticia, el deiforme cuerpo de Héctor se enervó y prontamente, se encontró remiso y dijo estas palabras para sí: “Como seré yo el adalid que deba salvar a todos los teucros de los ineluctables y de gran bravura aqueos, que bien he oído poseen más de mil cóncavas y negras naves, todas a mando de grandes hombres como Menelao, Agamenón, Ulises, Diomedes y el insigne Aquiles que a numerosos hombres ha llevado a las puertas del Orco.” Mas, a pesar de ese pensamiento díjole con la faz blasona y con elocuencia a Ideo: “Más funesta noticia no pudisteis haber traído, ea, yergue el ánimo y presurosamente avisad a Príamo de gran sabiduría y lo que sea su prudente dictamen hacedlo” -Dijo. Con gran intrepidez fue Ideo hacia la encomienda que se le había colocado sobre sus hombros.

Una vez Ideo húbose ido, Héctor cayó sobre su rodillas y dijo con voz enervada: “Que tan funesto hado ha sido escrito para mí, por las manos de los prepotentes dioses. Como bosque que empieza a reverdecer por la voluntad de Ceres encontrábase mi alma, solo para después ser devorado por las insaciables y volubles llamas…” Dichas estas melancólicas palabras bajóse desde las cumbres del Ida un Dios, mas, no era Febo Apolo, ni cualquier otro dios caro a los teucros; habíase bajado desde el Olimpo el férreo Marte, aquel que ríos de sangre crea cuando raudo arremete contra los mortales. Entonces díjole Héctor: ¿Qué haces aquí, funesta deidad, provocador de horrísonas guerras, y que al ser partícipe de ellas, sientes decoro y te places en provocar tan catastróficas calamidades? ¿Qué trae vuestra presencia hacia mi persona?”-Dijo. Marte profirió hacia Héctor estas palabras: “Héctor, sé bien que mi presencia suele traer fatales castigos tanto a mortales como a dioses, ea, he venido esta vez porque en esta guerra de 10 luengos años he decidido ayudaros a ti y al pueblo teucro.” Héctor, con el ánimo turbulento, díjole a Marte: “Marte, que de tantas desgracias eres provocador, el más temido de los hijos del Saturnio prepotente: calma traes hacia mi alma cuando vituperas que soy caro hacia ti y de tu voto soy poseedor. Mas, ¿qué puedo hacer yo, contra grandísimos guerreros?”-Dijo. Respondióle Marte: “De los teucros eres el que mejor blande la broncínea lanza, pues naciste con práctica en el arte de la guerra, mas, insistes en menoscabarte tú mismo. No confiáis en vuestras propias manos, confiáis más en las ingentes murallas de tu ciudad y en tu armadura antes que en ti. La confianza de un pájaro no está en la rama donde reposa, pues bien sabe que la rama debilitará y la senectud llegará a ella, mas, no se preocupa, porque su confianza no está en la rama, está en sus propias alas. Ea, id a revistar vuestro ejército, y ten fe en que grandes hazañas puedes lograr.” -Díjole y fuese Marte de vuelta al Olimpo.

Héctor, con el ánimo enardecido fue hacia el corazón de Ilión, donde su ejército le esperaba. Ahora bien sabía que tenía que hacer, su destino ya no se veía nublado ni anochecido, como la umbra de la montaña cuando Sol Invictus se coloca al lado opuesto de esta, creando profunda negrura. Llevóse a su ejército a las puertas de la amurallada ciudad y todos los teucros confiaban en Héctor, de tremolante casco. Mas, cuando tuvo que dar la fulminante orden de abrir las puertas, quedóse pasmado. Héctor pensó: “No soy suficiente para llevar a los teucros a la gloriosísima victoria.” Y cuando pensaba eso, otro pensamiento se cruzó por la mente de Héctor como fugaz águila por los vientos: “Bien, soy ilustrado en el combate, solo he de marchar con mis ágiles pies firmes sobre la tierra y mis extremidades mover, confiando plenamente en ellas.” Héctor recibía zahieras y enardecentes comentarios de su propio ser. Llegóse entonces Febo Apolo y férreo Marte transfigurados en su pensar: “Héctor, que tu sacrificio por encontraros no sea en vano, hacedlo valer, nosotros por más que seamos dioses no podemos infundir acciones para exhortarte de pelear con tu puño.” Y diose cuenta de que estas eran las funestas batallas que se peleaban sin escudo ni espada, de las cuales Apolo vituperó: con igual clarividencia vio que Marte le había reconocido su pericia para luchar y su preclaro padre recargó su ciudad en sus hombros, mas no en su armadura. Héctor tenía ya todo para ser el mejor de los teucros todos, solo tenía que decidir serlo. Descubrióse que el único que podía hacer algo por él mismo, era su propia persona.

Con una ufana voz gritó: “¡Abrid las puertas!” Y el primero fue en poner su habilidoso pie en el pasto fuera de las murallas. Entonces los teucros gritaron: “Aquel es Héctor, de gran corazón, equivalente al voluble Marte e insigne como Palas Minerva”. Ahora Héctor habíase vuelto todo lo que decía ser. Tan sabio como Minerva, tan prudente como Priamo, tan elocuente como Apolo y tan belicoso y honrado como Marte. Ahora era Héctor, el mejor guerrero de Troya.

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