Nacer por segunda vez

por Mauricio Uribarri

Los brazos de una madre están hechos de ternura, y los niños duermen profundamente en
ellos.
Víctor Hugo.

I.

Mi mamá me ha dicho que cuando estuvo embarazada de mí tuvo días llenos de infortunios. Ella vivía sola en Coatepec, Veracruz, mi padre lo hacía en la Ciudad de México. Por cuestiones laborales se vieron obligados a vivir separados ese periodo de suma importancia para ellos: el del nacimiento de su primogénito. Cuando podía, mi papá venía a verla, por ejemplo, algún fin de semana o en días festivos, pero la mayoría del tiempo estaban en lugares distintos. El embarazo no fue tortuoso, sin embargo, al estar sola mi madre, realizaba esfuerzos que, por su condición de embarazada, no le correspondían. Tuvo algunas dificultades físicas, algunas caídas y golpes y, aunado a lo anterior, su ánimo decaía de pronto y no había quién la confortara. Sentía una preocupación que crecía junto a su vientre conforme pasaban los meses: la de estar sola si sobreviniera un accidente peor a los que ya había tenido, uno que comprometiera nuestras vidas. Nuestro vínculo, sin que ella lo notara, se entintó de un color gris, opaco y se fue raspando hasta adelgazarse. Era de esperarse, pues un embarazo debe traer felicidad y plenitud, no un estado de ansiedad latente. Mi cuerpo, enjuto de carnes y subdesarrollado nadaba según los vaivenes de una placenta condimentada con el cortisol materno.

La hecatombe sucedió el día del parto, un 12 de febrero del año 1994. Era medianoche y trasladarse al hospital fue complicado. Al llegar se encontró con que el pediatra titular que atendía su embarazo estaba de viaje. El doctor mandó a otro, que no conocía los antecedentes, a que lo sustituyera. Fue un parto, en apariencia, exitoso. Una cesárea, dos horas, palmadita y primer llanto. Todo en orden. La sorpresa llegó meses después, cuando mis padres —papá ya vivía con nosotros— se percataron que los movimientos de mi hemisferio diestro eran de una torpeza singular. A diferencia de otros bebés que se mantenían firmes al sentarse, al hacerlo yo, perdía el equilibrio como un barco ebrio que terminaba encallado, tumbado a estribor. Tampoco podía gatear porque mi mano derecha era un bastón cortado transversalmente que desestabilizaba toda mi estructura y mi pie derecho el tallo de una flor marchita: torcido, inerte y colgante. Tras algunas pruebas físicas, nos fue dada la noticia de que sufría una hemiplejia a causa de un déficit de oxígeno en el parto. ¿Habría pasado todo esto si la antesala de mi nacimiento hubiera sido un lugar apacible para madre e hijo y no una llovizna de cenizas? Probablemente no, nunca lo sabré a ciencia cierta. Creo que inicié mi vida con el pie izquierdo (literalmente), tras una serie de calamidades que fueron llenando el vaso y que se derramó el día de mi nacimiento. La relación con mi mamá (y con mi papá) sobrevivió a nuestro atropellado ligamen, pero muchos años, en especial los tempranos, estuvo a la deriva.

II.

Se dice que existe un amor que es tan viejo y primario como el amor a la madre que, para fines prácticos y poéticos, resulta ser el mismo: el amor a la patria. Es preexistente a la historia, al lenguaje, a la vida misma. Desde antes de que pudiéramos decir “te amo”, ya amábamos a la madre.

Un vínculo entre ella y el hijo que está en su útero es lo primero que aparece, como una chispa que se origina desde el momento en que la futura madre se entera de que otra vida se está formando en su interior. Nace incluso antes que nosotros, pues desde que estamos en nuestros primeros meses de gestación, guarecidos en su vientre, compartimos con aquella mujer un cuerpo, los días, las noches, la vida —o la muerte en algunos casos—, el ritmo de nuestros latidos, y un lugar en la geografía del país que nos verá nacer y, que luego, nos adoptará como hijos suyos. Es, desde la eyaculación hasta el alumbramiento, la circunstancia que definirá la relación que tendremos con nuestra madre después de nacer y que, por acumulación, influirá en nuestros futuros derroteros.

Dieciocho años vive el mexicano en un segundo útero, lleno de veredas y planicies, playas y bosques de niebla, desierto y estepa, lagos y cañones, ciudades en donde se levantan edificios largos que atraviesan las nubes, y pueblos chatos y revolcados. El útero de nuestros abuelos y el útero de nuestros hijos, útero de penacho y no de corona, útero de jade y no de oro, útero desgarrado hace siglos, útero derrotado, útero deslavado, útero calcinado, útero de virutas de madera de nogal, útero de flor de cempasúchil, útero plástico, útero de improperios, útero de albures, útero católico, útero rebosante, útero virulento, útero de contaminación, útero robado, útero zona sagrada, útero lampiño, útero mestizo, útero laico, útero brillante, útero de sangre prehispánica, útero de pueblos mágicos, útero de ciudades violentas, útero de sudor y tequila, útero de sombreros agolpados, útero bajo el sol, útero de las grandes plazas, útero de las pirámides, útero corriente de renovación. En ese útero nos formamos, dentro de su placenta de fuego nos crecen alas o cuernos, se moldean nuestras extremidades, nuestras manos, que serán las que construyan o destruyan a nuestra madre patria. En ese útero trazamos el camino que seguiremos cuando suceda nuestro segundo alumbramiento, nuestro nacimiento como ciudadanos.

Así como la relación de una madre y su hijo requiere de un cultivo precoz, adelantado al primer encuentro entre ambos, la relación entre el mexicano y su país debe de iniciarse cuando este se encuentre en su útero, antes de que nazca como ciudadano, es decir, antes de que cumpla la mayoría de edad y pueda participar en las decisiones que toma el pueblo para hacer cumplir una parte de la democracia que se supone impera en nuestro país. Por eso, creo que es fundamental para el buen desempeño de los ciudadanos (entiéndase como personas mayores de edad con capacidad para votar), que la nación se preocupe por lograr un lazo ceñido a la piel de los jóvenes que les transmita la voluntad de trabajar por el bienestar de la ciudadanía. En la actualidad, el vínculo entre los jóvenes y la política es, desgraciadamente, el de una madre que siente repulsión por su hijo y hace lo posible por abortarlo. ¿Con cuántas ganas de vivir al lado de su madre nacerá el hijo después de tanto daño pre-natal? ¿Cuántas de quererla y servirle? Hay que tener en cuenta que la madre no lo quiso antes de que naciera y, muy probablemente, no lo querrá en vida. El hijo se sentirá despreciado, innecesario y, eventualmente, se alejará, mostrará un desinterés y un desarraigo profundos hacia su madre, hacia su tierra, hacia la política de su país. Esta es una de las razones por las que filósofos como Bruno Latour afirman que, a lo largo del tiempo, nos fuimos alejando de la frontera del hombre como animal político por naturaleza —homo politicus—, para hacer la transición definitiva al hombre como animal económico por naturaleza —homo economicus—, que se supone que es aquel que toma sus decisiones de manera racional, para maximizar su beneficio o utilidad. En mi opinión, somos ambos, en cierta medida y según nuestras motivaciones, pues el ser humano es un ente camaleónico que se adapta a sus necesidades.

Es la naturaleza maleada y tóxica de la política en México la que hace alejarnos de las urnas o, ir a ellas con resquemor, decididos a anular nuestro voto. Son los partidos políticos, que constituyen una de las grandes afrentas nacionales, viviendo del erario como buitres, teniendo entre sus filas a violadores, ladrones y corruptos, listos para ser votados en las elecciones. Candidatos que dicen cambiar de ideología según les convenga —su ideología solo es su sed de poder—: ora en un partido de derecha, ora en uno de izquierda, y que confirman que la política en el país es solo un medio de parasitismo. Gobernantes que andan por el Palacio de Gobierno con la cabeza decapitada, y los bolsillos llenos de promesas que no cumplirán. Los ojos de los jóvenes no son ciegos, sus oídos no son sordos, su piel siente y arde al igual que las más curtidas. Su ingenuidad les hace ver al mundo como un terruño virgen por conquistar, en el que sus sueños se van a cumplir, y ahí es cuando la realidad les cae como mazazo en la testa. El vínculo madre patria e hijo patriota termina convirtiéndose en un filamento a punto de romperse.

Observando la historia de la política de mi país, creo que la realidad está muy lejos de cambiar, al menos que las generaciones que están por convertirse en ciudadanos logren sobreponerse ante los tantos obstáculos que tiene de raíz y que son, en la actualidad, insoslayables. Sólo hay una forma de hacerlo: mediante el amor.

III.

El amor es más que un sentimiento, es una decisión que se toma todos los días a partir de un momento concreto: al desenamorarse. Cuando uno está enamorado, nuestro cerebro trabaja como un ilusionista que, a base de embriagarnos con dopamina, nos hace creer que el ser del que estamos enamorados es perfecto. Borra sus defectos y lo rodea de un aura dorada. Todo lo que sale de su boca es poesía. Pero, inevitablemente, el desenamoramiento llega. Se cuela poco a poco hasta asentarse en su totalidad: el otro ya no es perfecto, la pasión que se nos desbordaba está, pero a cuentagotas, las caricias, los besos y abrazos ya no son siempre bienvenidos. Existen dos posibles caminos a partir de este evento: la desilusión que desembocará en una ruptura, o la aceptación de que esa etapa del amor ya terminó y, por consiguiente, el paso al amor maduro, concienzudo, que no juzga. El amor como una decisión. El amor que busca servir y proteger al ser amado a pesar de sus imperfecciones, es el que más se parece al amor de una madre y es el que el hijo debe retribuirle. Aquel amor que no es nómada —que no vive en las nubes—, que tiene los pies en la tierra y los amolda a los desniveles del terreno, que pisa con seguridad, sin temor a caer en un hoyo, pues sabe que a base de un esfuerzo conjunto podrá salir de él. Ese que no vive de la nostalgia de lo efímero y sí de las buenas acciones del día a día. Ese es el amor que debemos profesarle a nuestra nación. Cuando los jóvenes entendamos que debemos amar a la patria como a la madre habrá esperanza de tener una política que trabaje al servicio de la ciudadanía, pues, en nuestro afán de servir y proteger, seremos nosotros los que ocuparemos los cargos de elección popular, los que formaremos los partidos políticos en el futuro.

¿Imaginas a un presidente, un diputado y un gobernador que verdaderamente amen a su país? Quizá los haya, pero les será difícil demostrarlo mientras la mayoría de los políticos actúen siguiendo sus propios intereses. Es por eso que la nación necesita, con premura, el cobijo que sólo puede proporcionar una generación de hijos que la amen con convicción.

Así se salvó la relación con mi madre. A su lado, me siento cada día como si volviera a nacer, como si fuera la primera mirada, el primer abrazo, el primer regaño, y el amor se renovara con cada acto de bondad que tenemos para con el otro.

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